Debería comprar una caña

La atmósfera parece haber perdido su estado gaseoso y no hay a quien culpar. Esta mañana se parece más a una solución salina en suspensión. El cosmos puede llegar a grados elevados de indolencia. Ni siquiera la brisa alcanza a atenuar el peso de la columna de mercurio, que me hunde en la arena. Definitivamente, la playa no es un lugar para pensar. Desde que terminó el semestre y dejé Berlín, no pude hilar una idea interesante para el proyecto, ni por aproximación, mucho menos podré hacerlo aquí. Solo fragmentos incipientes de ideas que se recombinan, formando una maraña en la que se confunden y truncan unos a otros. La salobridad en el pensamiento suspendido, ese podría ser un buen título. O tal vez El pensamiento suspendido en la salobridad. La cadencia de las olas, el graznido de gaviotas, el gorjeo de los pájaros en los arbustos, aquí atrás, le dan un toque musical a este ejercicio estéril.
El último verano, acá, en casa de los abuelos, parece más lejano que los ocho años que pasaron. El último de la serie de ceremonias, concelebradas anualmente, en las que los ritos se sostenían con la misma firmeza que los ciclos de la luna. Bajábamos a la playa pasado el mediodía, con el mismo grupo de amigos cada año, y así pasaban los días hasta el anochecer, entre juegos, mate, fogones, guitarreadas y baile.
Pero la playa tiene otro ritmo y otros habitantes a esta hora. Solo veo a un puñado de desconocidos a quienes nada me une, más que este trozo de universo que respiramos. Como ellos, no puedo escapar a la inercia. Sigo con la mirada a la pareja que pasa corriendo frente a mí, con sus músculos bien marcados. A su paso salpican gotas que brillan con el sol. Tres pescadores junto a sus cañas clavadas en la arena miran hacia el horizonte. Cerca de ellos, una anciana y una niña recogen caracoles que guardan en una bolsa. A mi derecha, dos mujeres toman sol de espaldas, con la parte superior del bikini suelto. Nadie dice nada. ¿Pensarán en algo o simplemente se dejan llevar por las endorfinas, por el deseo de verse saludables, de lograr un récord en la próxima carrera, de sacar la corvina más grande, por el gozo de compartir una mañana con su nieta o por gusto o vanidad de lucir un bronceado perfecto? Una comunidad de adoradores silenciosos de dioses invisibles, inmersos en un cosmos que por momentos arrulla y por otros se evapora y desaparece.
- ¿Qué es eso, mami?
La arena que levantó la niña, y su carrito de muñeca al pasar junto a mí, vino a dar en mi cara. Sus padres ya habían decidido ubicarse a pocos metros, a pesar de la despoblada inmensidad de la playa.
- ¿Qué cosa, Xime?
- ¡Eso, lo que dijiste! “Efímero”
- Ah - dijo la madre riendo-. Es algo que dura poquito, como el gusto del caramelo en la boca, ¿viste?
Debería pensar en comprar una sombrilla y un tirabuzón para fijarla, como tiene el padre de la niña. ¿Debería? Tal vez debería haber un listado de cosas sugeridas para traer a la playa, o colocar un puesto, justo antes del médano, en el que se ofreciera todo aquello que uno no pensaba traer y que, al verlo expuesto, como junto a la fila de la caja en el supermercado, descubriéramos una necesidad imperiosa y oculta que nos mueve a cargarlo en nuestro carro.
- Olas que vienen, olas que van. Hola, chicos, ¿cómo les va?
- Xime, si bailas, no puedo ponerte protector - dijo la madre, sosteniéndola por la muñeca.
La niña atenuó sus movimientos y bajó el tono de voz, pero prosiguió con la coreografía.
En unos minutos volvió el silencio humano y con él, volvió a oírse el sonido del viento, de las olas y las gaviotas. Finalmente, la niña queda liberada y se sienta con sus juguetes. Ahora la madre de la niña coloca el protector sobre su cuerpo. Parece salida del folleto de La Sylphide. Sus movimientos, sus brazos y dedos delgados y largos, su cabello recogido. Pero no da para el color blanco como en el ballet. Tampoco color rosa; sería un lugar común. Tampoco rojo, demasiada pasión. Coral sería perfecto para ella. “Los colores y tu personalidad”. Podría ser perfectamente una nota para revista en sala de espera de un consultorio. Hay familias que son monocromáticas, pero en ellos no es así. El coral de ella desentona con el verde ceniza del padre de la niña, que desde que llegó fue absorbido por la tableta y los auriculares. No ha emitido ni un sonido hasta ahora. Tiene aspecto de trabajar en finanzas. O tal vez arquitecto.
- -Papá- dice la niña, mientras cava un pozo en la arena-. Papaaaa – insiste ella hasta lograr captar la atención de su padre-. El mundo es redondo, ¿no?
- Si, mi amor
- ¿Y está hecho de arena? ¿Abajo de nosotros hay arena?
- Si, mi amor – dice, y volvió su mirada hacia la pantalla
- ¿Y por qué se mantiene pegado y no se vuela o cae así? -dijo la niña mientras dejaba escurrir un puñado de arena entre sus dedos.
- Amor, ¡mira! -dice el hombre a su mujer mientras le muestra la pantalla- Sería tocar el cielo con las manos
La mujer se incorporó en la reposera sosteniendo la parte de arriba del bikini que había desatado.
- ¿Se puede tocar el cielo con las manos? -dijo la niña, poniéndose de pie y estirando sus manos hacia lo alto.
Los padres de la niña sonrieron.
- Si movés las manos, tocas el cielo. El cielo es como el aire que está a nuestro alrededor- dijo la madre.
- ¿Pero que hay más allá? -prosiguió la niña mientras abría los brazos y giraba-. En el cielo hay estrellas, está la luna.
- Eso está más lejos.
La madre volvió a recostarse en la reposera.
- Nada. No hay nada, Lu. El espacio está vacío - cerró el padre y continuó leyendo.
Confirmo mi percepción. Esa sí que es una respuesta digna de un verde ceniza. En cambio, efímero como el gusto de un caramelo en la boca, está en tono coral.
Efímero como tantas frases y palabras o como las marcas en v que deja en la arena el escarabajo que pasa a mi lado y que la más suave brisa borrará. Un punto negro azulado que brilla con el sol, en el que solo por accidente reparo ahora en él, ¿o será ella? Sube y baja, lo que tal vez experimente como montículos y que a mis ojos son simples irregularidades en la arena.
Efímeras como la tarta de puerros o el comportamiento de las acciones en el último semestre de las que hablan detrás de mí. Podría jugar a imaginar sus rostros, sus gustos, sus historias, hasta sus peinados o color de cabello. ¿Y de qué serviría? Podría aproximarme a algo solo por azar, mezclado con un poco de experiencia y otro de estereotipia. ¿Y de qué serviría?
- ¡Mirá! ¡Vamos, acompañáme! - dijo una de las mujeres detrás de mí, que se levantó de inmediato y se dirigió hacia el grupo de gente que se congregaba a pocos metros.
Parece que no todo está perdido. El placer culinario y la especulación financiera sucumbieron ante la atracción estética y espiritual. Ahora los aros y collares, imágenes de mandalas, Ganesha, Shiva, Frida Kahlo o del árbol de la vida estampados en las coloridas telas se alzan como centro de gravedad para una docena de almas. Tal vez sea real lo que dicen y los colgantes con plumas, caracoles y lana filtren sus sueños. De ser así, nuestras pesadillas atrapadas en esas redes hasta quemarse con el sol serían un espectáculo majestuoso.
La chica y su compañero, mercaderes, artesanos o ambas, encarnan el dualismo del universo. Su cabello, casi blanco, discurre por sus bucles en un movimiento amortiguado, entre la trenza que corona su cabeza y su cintura. Tras su vestido color mostaza, tejido a crochet, se insinúa un ser sutil. Debería llamarse Denisse. Las Denisse son de sonrisa rebosante. Aunque tiene un aire élfico. Podría llamarse Arwen también. El, en cambio, es un ser sin tiempo. Es un presente continuo que concentra lo mejor de la diversidad genética humana.
- Este pendiente é um símbolo de paz interior e de energía espiritual- dijo la joven a una de las mujeres que se había acercado.
- Esta manta es muy bonita. Estos mandalas representaban los niveles de consciencia, profundizando hacia el interior de la materia. Este que ves aquí nos ayuda a dejar a un lado los pensamientos que nos hacen mal para centrarnos en nuestros sentimientos, en formas y colores- explica el hombre macizo, en un español caribeño. - Nos ayudan en el viaje de regreso desde la materia hasta el vacío profundo e infinito.
Yo no puedo pensar y ellos derrochan sabiduría. Podría acercarme a ver si algo de esa energía me salpica. Será que el paréntesis de las vacaciones o el estado de semi desnudez al que la playa nos expone predisponen a estos viajes entre jerarquías cósmicas.
El rastro en la arena que dejaba el escarabajo tras de sí ya desapareció. Tampoco logro ver al escarabajo. Preferiría que apareciera el vendedor de choclos, pero no se lo ve. O podría acercarme a la tienda ambulante. ¿Pero qué diría?
Podría preguntar por el costo de los pendientes, o bien preguntar a ella de que ciudad de Brasil viene, o preguntar a él por qué dejo las bellas playas del Caribe por estas playas frías del sur. ¿Y si ellos me respondieran con otra pregunta?
- ¿Por que você voltou de Berlim? - podría preguntarme ella.
Si ella no responde, no tendría por qué hacerlo yo. Y seguiríamos entonces con una interminable sucesión de preguntas sin respuesta.
Les preguntaría -Denisse, o Arwen, Jeremy, o como se llamen, ¿cómo es ese vacío infinito para ustedes? ¿Lo han experimentado?
No. No tiene sentido. Nada lo tiene. Me vería ridículo viendo artesanías y pareos. Me mirarían extrañados si llegara hasta ellos con estas preguntas. Y con razón. La playa no es un lugar para pensar.
El sol ya está alto y el calor insoportable a pesar del viento. El guardavida está cambiando la bandera amarilla y negra por la azul. El sonido de las olas apaga las voces a mi alrededor. Prefiero su murmullo al de las conversaciones, que me envuelven como tentáculos. Mejor voy a hacia el mar.
Paso junto a la escena familiar de la niña y sus padres que continúa inmutable. La Sylphide madre toma sol, el padre de la niña aun navega en el mar de texto binario de su tableta, mientras la niña ayuda a su pequeña Peppa, la cerdita, a transitar por el túnel que cavó en la arena. Soy el único testigo de la catástrofe. El puente que separaba la entrada y salida del túnel se derrumbó, sepultando a la pobre cerdita, en el momento que paso junto a la niña. Los padres no se percataron de la tragedia. La pequeña levanta su mirada hacia mí, con sus ojos llorosos. La playa no es lugar para una cerdita. No te preocupes, Peppa estará bien. Y lo que construimos con arena puede ser efímero, como el sabor del caramelo. Pero el túnel que hiciste lo recordarás siempre. Todavía recuerdo cuando tenía tu edad y construía túneles y castillos en esta misma playa, le diría. Pero no serviría de nada. Mejor sigo en silencio.
Enseguida volvió su mirada a la arena, retiró al pequeño muñeco de debajo de la arena y comenzó la reconstrucción. Construir en la arena es riesgoso, pero los niños son testarudos.
Las olas barren las huellas que fui dejando en la arena y hasta mis pies desaparecen por momentos bajo la espuma. Al mirar hacia abajo me invade una sensación de vértigo. Los pies se hunden en la arena con el ir y venir de las olas y se borra el límite entre mi cuerpo y la naturaleza que lo succiona.
Un destello en la playa detuvo mi hundimiento. Saco los pies del hueco que se formó en la arena y retrocedo hacia la zona de arena firme. A medida que me acerco, el bulto del cual surgió el destello va ganando en detalles, hasta ser, ante mí, la caja de uno de los pescadores que desde temprano lanzaban la línea al mar y ahora recogen su equipo. La caja tiene un gran compartimiento azul y se abra en tres bandejas desplegables, como una escalera, que a su vez se subdividen en pequeños compartimientos. Con absoluta delicadeza acomodan cada pequeño accesorio, como si ordenaran sus recuerdos según el valor que representan en su vida. Plomadas grises y pesadas, una pinza vieja, un alicate y un paño ocupan el compartimiento inferior. Desde allí, siguiendo un exquisito orden, anzuelos, señuelos, boyas, líneas de nailon, ocupan el único lugar que podría ocupar cada uno, en total sintonía con el universo. Los colores, luz y formas completan los matices del espectro luminoso. De allí surgió el destello, tal vez de alguno de los anzuelos.
La mirada del pescador me encontró mirando lo que hacían.
- ¿Qué tal la pesca?
- Ya no es hora. Temprano fue bien- dijo el pescador que estaba a mi lado, que continuó acomodando el equipo.
- Nunca pesqué, pero siempre imaginé que no es algo para cualquiera. Lo asocio con la paciencia y con la soledad.
- Tal vez- dijo el pescador, mirándome con una expresión que no sé si se trata de molestia o de compasión ante mi ignorancia-. Pero, sobre todo, para pescar hace falta interpretar la naturaleza. Uno se sumerge en el mar como si entrara en otra dimensión. La línea nos comunica con el mar y con los peces- continuó, como si mi pregunta hubiera tocado su punto más sensible. – Saber leer que sucede allí abajo, en la profundidad. Eso es lo más importante. Claro que necesitas de paciencia. También de conocimientos. Un poco de biología, meteorología, óptica, física. Pero sin saber mirar, no sacarás ni un zapato.
- ¿Y entonces que vendría a ser para ustedes la pesca, un entretenimiento, una indagación intelectual?
- En parte, sí. Pero es, sobre todo, una actividad estética. Mirar el mar, ver el sol surgir en el horizonte cuando venimos de madrugada, es pura belleza. Pero la mayor belleza está en la vibración que se genera en la línea, en la armonía con la naturaleza.
La playa está cada vez más poblada. Los dos vendedores volvieron a fijar su tienda móvil unos metros más adelante. Detrás de la rompiente de olas, el mar está calmo. Las suaves ondulaciones en la superficie brillan por el reflejo del sol.
- Cada mañana, cuando llegamos a la playa, preparamos el equipo y lanzamos la línea por primera vez. Entonces, nos hundimos en un silencio profundo, junto con la plomada que desciende. En esos instantes, dejamos de lado palabras, ideas, etiquetas. Le sugiero que pruebe algún día.
- Tiene razón, tal vez debería comprar una caña.