Tercer ojo

Sería solo más tarde cuando comprendiera que la distancia existente entre lo que en ese momento veía, estando aun a varios kilómetros, y lo que apreciaría luego ya dentro de la fortaleza, era más que física.
Al salir de la curva se erigía el monte, recortado sobre un cielo celeste pálido. Sobre la línea del horizonte la silueta en tonos marrones y grises, también pálidos, se elevaba escalonada, angostándose hasta terminar en lo que parecía una delgada aguja. Detrás, a sus costados, arriba, no había nada. Solo el cielo.
-No encuentro palabras para describir lo que siento -dijo Cecilia al ver el monte, coronado por la abadía que apeas se insinuaba a lo lejos, que parecía flotar sobre nubes, por la bruma y el calor.
Salimos de Rennes algo tarde aquella mañana. Debíamos recorrer alrededor de sesenta kilómetros, lo que nos tomó casi una hora. Era una mañana clarísima de mediados de julio. La temperatura ya había superado los treinta grados, según indicaba el termómetro en el panel del auto.
Nos detuvimos al costado de la ruta, en un amplio espacio que servía de mirador, junto a otros automóviles, cuyos ocupantes, igual que nosotros, bajaron a contemplar esa belleza.
Hasta poco tiempo antes del viaje, el Monte Saint Michel no decía mucho para mí. Nunca había oído hablar de él. Salimos del auto y tomamos algunas fotos. Luego nos apoyamos en el auto y rodee la cintura de Cecilia con mi brazo. Besé su sien y nos quedamos contemplando, en silencio. Por unos segundos me sentí suspendido en el aire, pocos milímetros, pero lo suficiente para despegarme de la tierra que sostenía mi peso. Ella recostó su cabeza sobre mi hombro.
-Es la distancia que te hace verlo tan lindo. Si te preguntaran por nosotros y nuestra vida juntos, también dirías lo mismo. Es una cuestión de perspectiva - dije riendo.
Cecilia retiró su cabeza de mi hombro y me dio un golpe suave en la espalda.
- ¡Tampoco ha sido tan terrible!
-No lo hicimos tan mal, es verdad. Ahora que ya se fueron los chicos, tal vez podamos estar más tiempo juntos y disfrutar de la vida.
-Tenemos que resolver lo de mamá -dijo Cecilia.
Era nuestro primer viaje solos en mucho tiempo, pero era inevitable que las diferencias volvieran a hacerse notar.
-Sabes que es un tema que me cuesta. Con tu madre no nos llevamos bien y sabes que es mutuo; ella no me entiende a mí ni yo a ella. Mejor dejemos esto para la vuelta y sigamos disfrutando del viaje.
-Tal vez tengas razón, visto a la distancia, las cosas puedan verse diferentes. Pero desde hace un tiempo no hacés más que evitar algunos temas.
En silencio volví a entrar en el auto y encendí el motor. Ella también subió, en silencio, y retomamos el camino. Recorrimos los últimos kilómetros que restaban hasta llegar. Estacionamos en una inmensa plataforma de cemento, atravesada por delgados canteros de donde surgían unos árboles jóvenes, que servían para limitar los sectores de estacionamiento. Dejamos el auto en la cochera K 205 y desde allí continuamos a pie. Al fin de la caminata, que bajo los rayos de sol parecía más larga aun, debíamos esperar el ómnibus que nos transportaría al Castillo. El conserje del hotel nos había insistido en hacer esa parte del recorrido en carruajes antiguos tirados por caballos percherones. Nos habló con gran orgullo de los caballos, producidos en Le Perche, en Normandía, muy cerca de donde estábamos.
La demora para hacer ese recorrido en carruaje era el doble de la que tendríamos yendo en ómnibus y Cecilia accedió también a cambiar historia y romanticismo por practicidad.
Otros árboles esqueléticos, promesa de sombra generosa en algún futuro lejano, cubriría a los turistas como nosotros, mientras aguardábamos tomar el bus.
Éramos peregrinos en el espacio y también en el tiempo; de la era de la globalización hacia el medioevo. Al subir al ómnibus quedamos rodeados por representantes del mundo entero y sus culturas. Miráramos hacia donde miráramos, la combinación de expresiones, vestimentas, idiomas, facciones se asemejaban a una muestra seleccionada por un estadístico para una investigación con representatividad mundial o a la que podría haber hecho Noé para su arca, si hubiera deseado resguardar del diluvio universal a la humanidad y sus pueblos.
Fuimos de los primeros en subir. El bus tenia puertas en el frente, en medio y en la parte de atrás. Subimos por la última y nos sentamos en el asiento largo de atrás. Cecilia y yo permanecíamos en silencio. Pocas veces, últimamente, era capaz de estar en un lugar y estar conectado con lo que había a mi alrededor; con el espacio, la gente, la realidad que me rodeaba. Pero esa situación lo merecía. Al menos así lo creía o al menos me servía de excusa para evitar por un instante conectarme con Cecilia y que volviera con el tema de su madre.
Justo frente a nosotros, de pie, una pareja nos miraba fijo. Aunque me era difícil imaginar su edad, parecían tener algo mas de cincuenta años. De estatura mas bien baja, vestía un sari color rojo intenso, similar al del lunar que llevaba sobre su frente, decorado con flores blancas formadas por la confluencia de minúsculos puntos y unidas por suaves trazos que formaban sus tallos. El recorrido del sari cubriendo su pecho, envolviendo su espalda y cayendo hacia adelante desde su hombro derecho estaba enmarcado por líneas doradas de diferente grosor que resaltaban aun más las flores.
La mujer miró al hombre que la acompañaba. El llevaba una camisa larga, mas allá de sus rodillas, de color gris plomo, sobre pantalones color beige y sandalias en los pies. Sin dudarlo un instante me puse de pie casi de un salto y cedí mi asiento a una mujer, quien luego de dirigirme una sonrisa e inclinar su cabeza, se sentó. Cecilia seguía callada.
Llegamos al final del corto recorrido. Frente a nosotros el monte y el castillo se imponían aun mas que cuando lo vimos desde la ruta, a la distancia. Ya no lo veíamos sostenido sobre la bruma sino sobre un lecho arcilloso que la marea baja dejaba ver. El lodo en la base daba paso a inmensos bloques de granito que formaban las paredes de la fortaleza. De color gris rojizo, brillaban con el reflejo del sol tomando colores variados. Debí estirar mi cuello hasta poder ver todo el largo de los altos muros. Mas allá se veía la abadía, coronada por la estatua del Arcángel Miguel, jefe de los ejércitos celestiales y principal enemigo de Lucifer, que vigilaba la ciudad desde lo alto.
Subimos por una explanada e ingresamos en la ciudadela a través de una inmensa puerta de madera maciza y pesados herrajes. Cuán vulnerables se sentirían quienes construyeron el castillo.
Cecilia se animó de repente, me tomó de la mano y aceleró su paso como arrastrándome. Parecía una adolescente en una excusión escolar.
-Dale, apurate, vamos.
Tal vez fue debido al calor, a la muchedumbre o a la idea de tener a su madre viviendo con nosotros, pero mi humor había cambiado. Cecilia estaba feliz nuevamente. Atravesamos un primer patio pequeño. Ese espacio, que seguramente, varios siglos atrás, habría tenido un gran movimiento de guardias, caballos, carros con mercadería que provenían de la campiña y que debían ser inspeccionados antes de ingresar a la ciudad, ahora estaba vigilado por guardias con armas modernas, visitantes con mochilas de colores, cámaras fotográficas, bastones de trecking y botellas de agua de aluminio.
Siguiendo las calles empedradas, en subida, como un gran laberinto en espiral, llegaríamos a la puerta misma de la abadía. Subimos lento, al ritmo de todos. Cecilia estaba fascinada y por momentos se adelantaba. A nuestros lados había comercios de rubros variados. Un restaurante, una casa de tejidos, otro de artesanías en cerámica, una puerta que seguramente sería una casa particular y nuevamente comercios. El conserje del hotel nos había mencionado que solo unas cuarenta personas vivían en la actualidad en la ciudad.
Cada tanto el muro que daba al exterior se quebraba en torres y miradores que a través de ventanas rectangulares dejaban ver el mar a lo lejos y el lecho gris rodeándonos.
-Saquémonos una foto juntos -dijo Cecilia en una de las torres.
No tenía muchas ganas, realmente.
-Ponete vos que yo saco la foto. No me siento bien.
Mentí. No quería una foto junto a Cecilia. Me invadió una sensación de ahogo. No podía fingir más. Solo deseaba correr, irme en ese mismo instante, sin ella. No pude hacerlo, como tampoco pude justificar por qué no posaba con ella, en ese lugar maravilloso que captaría ese instante maravilloso a los ojos de Cecilia. Ante su insistencia estaba perdido. Lograría la foto tanto como lograría que su madre se mudara con nosotros. Sabía que sería así. Que sentido tenía negarlo.
Y allí estaban otra vez la pareja del bus. También su presencia y su sonrisa me incomodaron. La energía que sentí brotar de la sonrisa de ambos apenas los vi temprano, pasó a ser para mi una intromisión.
Cecilia ya se había enojado ante mi indecisión de salir en la foto. En ese momento yo intentaba decidir sin saber qué, si salir en la foto o no, si irme en ese momento, si dejarla con su madre cuando regresáramos. Y nuevamente el hombre delgado nos miraba sonriendo junto a su mujer. La sonrisa elevaba su delgado bigote. De repente se acercó a nosotros y nos mostró su cámara de fotos mientras nos señalaba.
-Si, por favor señor, muchas gracias -dijo Cecilia con una gran sonrisa, mientras puso sus manos juntas contra su pecho e inclinó la cabeza.
-Dale la cámara -me dijo-, que el señor nos saca la foto. ¡Y sonreí por favor! - agregó, esta vez con tono cortante.
Con otra sonrisa nos despedimos los cuatro. Nosotros continuamos nuestro camino hacia la abadía.
Cecilia seguía fascinada, caminando delante de mí. Por momentos volvía a adelantarse y luego me esperaba, apoyada sobre la muralla o mirando hacia el mar, que todavía estaba lejos. Apoyada sobre la muralla, me esperaba con gesto relajado y feliz, tras sus anteojos oscuros, con el pañuelo verde claro que llevaba al cuello y que contrastaba con el blanco inmaculado de su blusa, su cabello rubio que brillaba aun mas por el sol a sus espaldas, contrastando con el azul perfecto del cielo.
Yo prefería no pensar. O no podía hacerlo. Pensar me llevaría a tomar una decisión; a decirle que no quería que su madre fuera a vivir con nosotros. O peor aún, a decirle que llevara a su madre a casa pero que yo me iba. O a decirle que independientemente de lo que ella decidiera con respecto a su madre, yo me iba.
Entramos a la abadía. Pasamos de repente del brillo del sol, el bullicio de la gente y el intenso calor, a un espacio íntimo. A pesar de ello, mi sensación de malestar y de querer salir corriendo persistían. Me quedé atrás, en el centro de la nave principal, mientras Cecilia recorría el templo. El silencio, la luz atenuada por el filtro de los grandes vitrales, el fresco de la construcción de piedra con paredes anchas y techos altos, la poca gente que estaba allí, todo llamaba a desacelerar la respiración. Tonos dorados, verdes, grises y marrones claros se alternaban en las paredes, las columnas y bóvedas, según como los rayos de sol atravesaran los ventanales. No pude más y salí.
Cuando Cecilia salió no esperé que dijera o propusiera algo y me adelanté.
-Vamos a sentarnos y comer algo.
-Es maravilloso todo esto, ¿no te parece?
No, no me parecía. Pero tampoco podía decírselo. No podía decirle que hubiera preferido quedarme con la vista desde la ruta. Tampoco podía decirle que por momentos pensaba que ella vivía una imagen de nuestra relación que se quedó en el tiempo.
Buscamos una mesa en uno de los restaurantes que daban a una pequeña terraza. Desde la mesa que nos ofrecieron se veía el mar.
Cecilia estaba feliz, espléndida.
Tomó mi mano y me miró, sin decir nada. No pude sostenerle la mirada. Unas risas apagadas en la mesa que estaba a nuestro lado me dieron la excusa perfecta. Giré la cabeza. Era otra vez la mujer de sari rojo y el hombre de camisa gris plomo, que nos miraban y hablaban entre ellos. Al verlos, volvieron a sonreír como las veces anteriores e inclinaron su cabeza a modo de saludo.
Cecilia apretó más fuerte mis manos con las suyas y volví la mirada hacia ella.
- ¡Mira! Subió la marea, ¡¡¡que maravilla!!!
Ya no se veía el lecho gris y arcilloso. La marea lo había cubierto y volvía a resaltar su belleza, ahora diferente, vista desde dentro.