Cuerpos y sombras

Por ese entonces, los días eran decididamente luminosos. No existía nada mejor que salir a jugar a la calle. Si quisiera ubicar la libertad en tiempo y espacio, es allí, en aquella época. No era, claro, libertad absoluta. Cada día, al regresar de la escuela, almorzaba, hacía los deberes y ya estábamos afuera jugando hasta que mi madre se asomaba a la ventana, anunciaba la hora del baño y la cena.
Si estábamos todos, éramos más de diez. Pero los más cercanos éramos Dany, Fideo, Lucas, Pedro y yo. Había también algunas niñas, que jugaban entre ellas bajo la mirada de una madre o una abuela. Pero con ellas solo compartíamos en carnaval, cuando les tirábamos bombitas con agua al pasar en bicicleta. La cuadra en la que vivíamos era nuestra pista de carreras, cancha de fútbol o laboratorio. Prácticamente no pasaban vehículos y cuando lo hacían, se detenían sin apuro hasta que la jugada o la carrera terminara. Alternábamos entre carreras en bicicleta, carro de rulemanes o autitos de plástico, o juegos con figuritas, bolitas o al futbol. Y cuando se daba la ocasión, ya fuera porque teníamos que ir a la librería a comprar algo para el colegio o al almacén, o porque nuestros padres estaban ocupados en algo, extendíamos nuestro radio de circulación más allá de la cuadra. Podíamos llegar hasta el riachuelo o hasta el terraplén del tren. Siempre había un nuevo descubrimiento en esas escapadas, como el esqueleto intacto de paloma, del que aún conservo su cráneo o la gata que tuvo sus gatitos en una caja, bajo el terraplén, a la que llevamos leche durante varios días.
Con la llegada de las vacaciones alcanzábamos la cima de nuestro goce. La relación entre tiempo dentro y fuera de la casa se invertía. Entonces, el límite para estar en la calle lo ponía la caída del sol, interrumpido a veces por una voz materna llamando para ordenar o hacer un mandado. La monotonía de lo conocido, que impregnaba cada rincón de la casa, no tenía comparación con lo maravillosamente desconocido a lo que podíamos dedicar todo el día.
Otra vez llegaban las clases y enseguida el otoño. Pero ese año, los días comenzaron a acortarse y opacarse aún más. Se acabaron las salidas y las pocas permitidas eran encargos puntuales, acotados al tiempo y distancia estrictamente necesarios para cumplirlos. Podría ser para hacer una compra o para llevar o traer algo de casa de la abuela. En todos los casos, el encargo era acompañado siempre con la indicación de “y derechito a casa”. De vez en cuando, con la excusa de alguna tarea para la escuela, tenía permitido ir a casa de algún amigo o que alguno viniera a la nuestra. Esa veda, impuesta al poco tiempo de empezadas las clases, fue más rígida que en años anteriores y absolutamente inentendible.
Claro que todo podía ser peor. Durante una cena me informaron con gran alegría que tendría una hermanita y de lo bueno que sería para todos y en particular para mí. Que sería una bendición, que las niñas son dulces, que podría jugar con ella. A diferencia de lo maravilloso que esa niña sería para nuestras vidas, según lo esgrimido por mis padres, tenía la certeza de que sería un desastre. La noticia llegó justo antes de las vacaciones de invierno. No solo debía transcurrirlas dentro de casa, sino que además en unos meses debería compartir la vida con una hermana. Así, de repente, la libertad conquistada a lo largo de esos diez años se esfumó. ¿Cómo podía cambiar todo así, en unos pocos meses? ¡Meses no, semanas! ¿Cómo podían hacerme algo así? No había rompecabezas de trescientas o quinientas piezas, planeador de madera balsa o acorazado de la Segunda Guerra para armar, que pudiera compensar todo lo perdido. Así transcurrió el invierno y la primavera. Terminaron las clases y finalmente llegó mi hermana.
Lucía nació el veintiocho de noviembre de 1976. Cuando mamá se sintió mal y se fue al hospital con mi papá, vino la abuela a cuidarme. Sé que se esforzaba por hacerme sentir bien, pero nunca lo logró. Ella encarnaba al generalísimo y a todo el régimen del que había escapado junto con mis bisabuelos en el treinta y nueve. Al día siguiente del nacimiento supervisó mi baño e indicó, sin espacio para una libre elección, la ropa a ponerme y, bajo un sol irreverente, salimos a conocer a mi hermana. Le pusieron Lucía porque decían que traería luz a nuestra familia. Es verdad que ese año había sentido la oscuridad como nunca, pero no creía que ella fuera a cambiarlo. Antes de ir al hospital, la abuela quiso pasar por una juguetería. Dijo que debíamos hacernos regalos mutuamente para celebrar la llegada de Lucía. Salimos con un camión volcador para mí y un gusano de paño color verde con antenas rojas para Lucía. Al verla, en brazos de mamá, no me resultó nada graciosa, aunque todos decían lo contrario. Era pálida, flaca y larga.
Con su llegada, la casa fue otra. Hasta se había instalado un aroma nuevo, mezcla de rancio con colonia para bebé. El llanto de Lucía, sobre todo de madrugada, irrumpía como un trueno que cortaba el aire y nos hacía sobresaltar.
Todo funcionaba en torno a ella, aunque en parte, no fue tan malo para mí. Ya no veía a los chicos, pero cuando el clima en la casa era insostenible y Lucía lloraba, mamá se quejaba de que no podía con todo y papá decía que debía concentrarse, yo me beneficiaba con algún permiso de salida transitorio. Algún sábado mi papá me llevaba al parque a jugar a la pelota o a andar en bicicleta y podía invitar a algún amigo. Alguna vez, aprovechaba el caos y directamente me escapaba a la calle.
Pero esas vacaciones eran lo más parecido a un castigo eterno. El temor por lo que sucediera afuera, el mandato de ayudar a mamá con la casa y la presencia de Lucía no hacían más que reducir mi mundo y mi tiempo a mínimos fragmentos de mi propiedad entre un sinnúmero de interrupciones. Las risas que venían de la calle, la de Fideo era la más tentadora, sonaban lejanas en comparación con el llanto de Lucía retumbando entre las paredes. Era imposible sostener una batalla entre soldaditos e indios que amenazaban invadir el fuerte o ver un capítulo entero de alguna serie en televisión. Con la llegada de mi hermana llegaron también otras tareas que mamá me pedía, como cuidar de Lucía mientras ella se bañaba, alcanzarle una servilleta mientras le daba el pecho, lavar los platos cuando se recostaba a descansar un rato.
Fue en la fiesta de Nochebuena, en casa de los abuelos, que me enteré de que no iríamos a la playa esas vacaciones. Cambiaríamos la arena, el sol, la gente, el viaje, que según decían no sería bueno para la beba, por un mes en una casa quinta en las afueras de la ciudad. Todo se derrumbó definitivamente para mí.
Luego de un poco más de una hora de ruta, tomamos una calle de tierra, por la que transitamos algunas pocas cuadras, hasta llegar a la casa quinta. Enseguida bajé del auto para abrir la tranquera. Era media mañana y el sol pegaba fuerte. El terreno se veía inmenso. Una vez traspasada la tranquera y el guardaganado, un camino flanqueado por altísimos pinos llevaba hasta la casa. Detrás de la hilera de pinos había una cancha de bochas y más allá una de fútbol. A la derecha del camino, el parque se veía coloreado por inmensos rosales, hortensias y otras flores que no conocía. Junto a la casa había varios árboles frutales. Quinotos, unos manzanos que daban unas frutas pequeñas y ácidas y dos de mandarinas. En el fondo del terreno, un gallinero, un galpón con herramientas y un inmenso tanque australiano que hacía las veces de pileta.
La casa era alargada. La mitad izquierda para los huéspedes, la mitad derecha para los caseros y atrás, una construcción pequeña en la que vivían dos monjas viejas. La casa de huéspedes era verdaderamente sombría. Un espacio inerte que pesadas cortinas aislaban del mundo de los vivos. Un largo corredor, oscuro y frío, de color verde musgo y paredes que respiraban humedad, se iba abriendo a ambientes igualmente lúgubres, custodiados por oscuros retratos de sacerdotes y monjas.
Pero era afuera, en ese espacio sin límites, más allá de cercos, ligustros o árboles que demarcaban el terreno, donde todo fluía. Cada mañana sentía que la naturaleza me saludaba, me llamaba y tentaba de diferentes formas. Organicé carreras de escarabajos. Mi exhibición de mariposas montada sobre un cartón tapizado con pañolenci se pobló de especímenes. Un frasco con luciérnagas iluminaba mi habitación por las noches. Di sepultura a un pichón desnudo, color gris rosado, que habría caído de algún nido. Todo me sorprendía, envuelto en el canto de las chicharras o el arrullo de las palomas. Mientras tanto, papá fumaba y leía, mamá cuidaba de mi hermana y ella se ocupaba de mamar, dormir y llorar.
A los pocos días de haber llegado decidí traspasar los límites de la quinta. Algunas salidas, como ir a buscar leche a un tambo familiar que estaba en la esquina o a la panadería, estaban permitidas, aunque eran esporádicas y breves. Detrás del arco de fútbol había una puerta que daba a la calle. Una cadena oxidada y un candado inmenso estaban fijos a un poste. Pero las bisagras, también oxidadas, ya no fijaban la puerta. Por allí salía sin que me vieran, cuando sabía que papá y mamá no lo notaban.
Allí, la calle sonaba y olía diferente a la de mi barrio. Olía a eucaliptus, a tierra mojada rociada por el camión municipal cada tarde, a pasto recién cortado. Las casas eran como parte del paisaje que las envolvía. Algunas eran muy sencillas y otras podrían calificarse de taperas. Casi todas tenían su huerta, gallinas y patos que entraban y salían por los huecos de la cerca, enredaderas que revestían los muros y arboles añosos, más antiguos que las casas y sus habitantes, que las cubrían con su sombra. Pero casi no se veía gente. De vez en cuando lograba ver a alguien trabajando su huerta o a dos ancianas con su bolsa de compras tomadas del brazo, o a la chica del tambo cuando salía a repartir leche con su bicicleta.
Pero la casa de la esquina tenía algo diferente a las otras. Sobre un césped similar, aunque perfectamente cortado, cercada con el mismo ligustro, con árboles similares a los de las demás, dominaba la esquina y era imposible no reparar en ella. Un inmenso clavel del aire, con flores rosa y azul intenso, pendía de uno de los pinos que flanqueaban la entrada. Cuando me acercaba, dejaba de pedalear para poder mirar hacia adentro. No había ni huerta, ni gallinas ni nada similar a las otras. En ella había música, risas, alguien saltando en una cama elástica o rebotando sobre un palo con resorte, hamacándose hasta el límite, corriendo, mojándose con el agua de una manguera. Por el parque podía verse bebés, niños pequeños, otros de mi edad y aún mayores, adultos. Yo pasaba y miraba, una y otra vez. Lo que allí veía se me representaba como la perfecta satisfacción. A medida que me aproximaba a la casa mi garganta se secaba, me latía el cuello y me invadía una opaca languidez.
Un día vi a dos de los chicos de la casa, panza abajo sobre el puente de entrada a la casa, hostigando con una rama a un pobre sapo que estaba en la zanja. Una absurda sensación de empatía me unió tanto con los perpetradores como con su víctima.
Me detuve a mirarlos sin bajar de la bicicleta. Al notar mi presencia, ellos levantaron la vista y me saludaron. Preguntaron mi nombre. Ellos se presentaron como Diego y su prima Mica. Enseguida continuaron con el sapo y yo seguí mi camino.
Otro día, una pelota pasó por sobre el ligustro y terminó frente a mí. Salté de la bicicleta para tomarla y devolverla con toda mi fuerza. En ese momento salía Diego a buscarla. Al verme, me invitó a jugar con ellos. Dudé. ¿Debería avisar a mis padres o pedirles permiso? “Dale, me quedo un rato”, dije y me uní al juego. Decidí que mis padres no notarían mi ausencia. Cerca de la cancha de fútbol se veía un intenso movimiento de gente, yendo y viniendo, acomodando mesas, parlantes, luces. Luego supe que eran hermanos, medio hermanos, primos, tíos, sobrinos. Algunos de los hermanos mayores tenían hijos pequeños, mientras que otros, los hermanos menores, eran un poco mayores de edad que sus propios sobrinos. El partido fue corto. Ellos debían preparar la casa y yo debía volver. Al despedirme, Diego me invitó a la fiesta que organizaban sus hermanos mayores esa misma noche. Como fuera, pensaba convencer a mis padres de que me dejaran ir.
Pedaleé a toda velocidad, tiré la bicicleta al llegar y corrí hasta donde estaba mamá para contarle. No fue una tarea sencilla la de convencerla. Finalmente, llegó la frase habitual – “preguntale a tu padre”. No era gente conocida para mis padres y, por tanto, volvieron las dudas y las sospechas que se habían instalado desde el otoño último. Me mandaron a dar un baño. Al salir del baño, peinado y perfumado, todo estaba resuelto. Llegué a la fiesta acompañado por mi madre, con un paquete de maní bañado en chocolate y otro de garrapiñadas que habían sobrado de las fiestas y una botella de gaseosa.
Busqué a Diego entre los chicos y chicas de varias edades que estaban allí, algunos bailando, otros conversando, fumando o bebiendo. Finalmente logré verlo. Bailaba con una chica mayor que él. En cuanto me vio, dejó a su pareja de baile y vino corriendo a saludarme.
Sentados en las hamacas me presentó, a la distancia, a sus hermanos y hermanas, primos y primas y a todos los demás. Palo, un medio hermano mayor, que tocaba la guitarra junto a un fogón con un cigarrillo colocado entre las cuerdas; Lucrecia, su prima también mayor que nosotros, con quien bailaba; Javier, otro hermano que hacía de DJ. La madre acomodaba cosas en la mesa y el padre, un hombre corpulento, canoso y con aire distinguido, miraba desde lejos mientras sostenía un cigarro entre sus dedos y un vaso de whisky en su otra mano.
Cuando cambió el ritmo de la música y comenzaron los lentos, uno, que no sé quién era, tomo a Lucrecia de la cintura y comenzaron a bailar. Ella tenía un vestido corto sin mangas, color amarillo, y zapatillas blancas. Su piel bronceada brillaba y su cabello, rubio y lacio, le llegaba más abajo de la cintura.
Sentí una sensación extraña en el cuerpo. Pregunté a Diego por el baño. “Seguí por el pasillo. Después del living está la cocina. Pasando la cocina, la primera puerta a la derecha”.
Al pasar por la cocina vi al padre de Diego que se acercaba por la espalda a una mujer, la tomaba por la cintura y besaba su cuello. Me apuré y entré al baño sin que me vieran. Estaba mareado. Me lavé la cara, esperé un rato y volví a salir. La música estaba fuerte y mis zapatillas no hacían ruido. Pasé rápido, pero logré oír una discusión y enseguida el sonido de una bofetada. De reojo vi a la madre de Diego salir llorando.
Al salir no vi a Diego. Me acerqué a Palo, que cantaba junto a un fogón.
Vi a Lucrecia, que aun bailaba abrazada, y a Mica, que estaba en las hamacas. Le sonreí y ella me devolvió la sonrisa. Creo que se sonrojó y bajó la mirada.
El dulzor de la savia hirviendo se mezclaba con una sensación de languidez que me invadió de repente. Las llamas del fogón se elevaban y estallaban en chispas, cortando la oscuridad.