Toda esta vida

Un recorrido, entre colinas y valle, por la ciudad de Kampala.

un hueco en el muro

Desplomado. Así describieron los medios de prensa la manera en que cerré el congreso.

Había decidido que no fueran palabras muy preparadas. Pero sí debía resumir lo que había sido, las principales conferencias y las conclusiones, agradecer a todo el equipo que trabajó tan duramente, a los asistentes y desearle lo mejor al presidente entrante.

De a poco la vista comenzó a nublarse. Círculos de luz pasaban frente a mis ojos y un sudor frío me recorrió desde la nuca el cuerpo entero.

La siguiente escena que recuerdo es la de estar acostado en el suelo, mis colegas mirándome con expresión seria y un paramédico tomándome la presión arterial. Quise incorporarme de inmediato, pero no me dejaron.

- Debe descansar. Lo llevaremos a su habitación cuando su presión se estabilice, dijo el paramédico en un inglés muy prolijo.

Los asistentes fueron desocupando el salón lentamente, aunque algunos aun permanecían, conversando en grupos pequeños. Junto a mí estaban el presidente entrante y miembros de la mesa de honor. El personal de salón ya estaba desarmando las torres de los parlantes y desvistiendo las sillas. En breve, el salón estaría vacío.

- Ya me siento bien. Quisiera ir a mi habitación, por favor.

Bajo juramento de que descansaría, el paramédico y mis colegas accedieron a mi pedido.

Al llegar a la puerta de la habitación me incorporé solo y entré por mis propios medios. Forcé una sonrisa y un paso firme, me despedí agradecido por la preocupación y la asistencia. El paramédico era un hombre macizo, de baja estatura y piel color café. El empleado del hotel que guiaba la silla de ruedas era delgado y alto, también de piel color café, con un fino bigote negro y vestía un ambo color beige con las solapas marrón oscuras. Los dos hombres juntaron sus manos sobre el pecho e inclinaron sus cabezas antes de retirarse.

Las cortinas de la habitación estaban abiertas de par en par. Algunos barcos comerciales y unas pocas embarcaciones deportivas resaltaban en el azul celeste del océano. El sol brillaba intensamente.

Me recosté en la cama. La sensación de embotamiento continuaba. No lograba detener las ideas, imágenes y pensamientos que se sucedían vertiginosamente. El congreso había concluido y con él se disipó el foco de mi energía, que se atomizó en todo aquello que había diferido, para explotar como una granada. Aún con los ojos cerrados, todo giraba dentro y fuera de mí. En algún momento de ese vendaval, me dormí. Unas dos horas bastaron para apaciguar la tormenta. Pero la sensación, al despertar, era la de tierra arrasada.

Me senté en el borde de la cama. El océano estaba tan azul como antes. La habitación impecable. La fuente con frutas que dejaban cada día sobre la mesa junto al ventanal seguía allí. Comí un par de bayas, muy dulces, y otra fruta color púrpura, que al abrirla mostraba unos gajos blancos, también muy dulces.

Fui al baño, me refresqué la cara y recién allí noté que seguía con la corbata al cuello. Durante un buen rato, con las manos apoyadas sobre el borde de la mesada, me miré sin lograr que una sensación o pensamiento brotara en mí, hasta que finalmente llegó. Fue un impulso, básico, primitivo. Me puse un jean, una remera y zapatillas, puse un plátano pequeño que había en la frutera y la botella de agua en la mochila, y salí.

El aire era tibio y húmedo, pero se sentía una brisa agradable. Rodeé un pequeño lago frente a la salida del hotel. El agua de un intenso color esmeralda. Había poca gente. Solo un grupo que imaginé compuesto de dos familias. Mi malestar no había pasado del todo. Sí había pasado la sensación de vértigo, pero aún me sentía en una atmósfera de leve gravedad, sentía mi cuerpo más liviano. La misma sensación que sentía cuando de niños nos llevaban a jugar y saltar en la “Caminata Lunar”.

Seguí por el sendero que bordeaba el lago, bajo la sombra de grandes árboles. El cielo estaba completamente despejado y el sol brillaba con intensidad. Su reflejo sobre el agua me molestaba a la vista. Sin los lentes de sol, que había olvidado en el hotel, y aun bajo esa densa sombra, avanzaba con los ojos entrecerrados y con mi mano en la frente a modo de visera.

Avanzaba en piloto automático. Caminaba, miraba sin ver. Los pensamientos iban y venían caóticamente. Entre las ramas repletas de grandes hojas carnosas pude ver una construcción en medio del lago.

Al ir acercándome, pude ver que se trataba de una especie de isla, unida a la orilla por unas pasarelas de madera. La pasarela principal desembocaba en una construcción con columnas que sostenían un techo a cuatro aguas. Dos leones blancos custodiaban la entrada, rodeada por estatuas doradas del Buda. Una valla y unos carteles indicaban que no estaba permitido el acceso. Seis operarios realizaban tareas de mantenimiento. Algunos semisumergidos en el lago y otros desde la plataforma, trabajaban silenciosamente bajo el rayo del sol. Eran hombres sin rostro. No lograba ver mas que los contornos de sus rostros y sus nucas.

Mas allá del templo, del lago y la vegetación que lo circundaba, altísimos edificios vidriados reflejaban el sol. El templo, los operarios, los leones blancos, los Buda, el lago, los edificios, la ciudad, todo, lo veía en dos dimensiones, como una postal, carente de profundidad, de dioses, de vida.

¿Qué sentido tiene un templo cerrado?, pensé. Los dioses no toman descanso. En realidad, los templos nunca tuvieron sentido para mí. ¿Por qué iban a tenerlo en este momento?

Seguí caminando por el sendero, bajo la sombra. No había lejos ni cerca ni dentro ni fuera en lo que estaba ante mi vista. Hasta el congreso que presidí durante los últimos días y su aciago final, había quedado suspendido, sin lugar, ni tiempo, ni rostros.

Seguí las indicaciones del cartel hasta el templo Gangaramaya, a unos doscientos metros de donde me encontraba. Tal vez aquí los dioses sí atiendan, pensé. Aunque no tenía reclamos o consultas que hacerles.

Las inmensas higueras seguían más allá del camino, junto al lago. La vegetación avanzaba por encima de las cercas que separaban los espacios privados de la vereda. Los troncos y ramas parecían cuerdas de diferente grosor que se trenzaban unas con otras. Ascendían entrelazadas, en una especie de abrazo ajustado, hasta que, a partir de cierta altura, se abrían en cientos de ramas que semejaban brazos suplicantes, formando una inmensa copa. De allí descendían delgadas ramas, flexibles. Algunas quedaban suspendidas. Otras, llegaban a la tierra y se hundían como raíces.

Los pensamientos caóticos volvieron a invadirme y con ellos la sensación de que el pecho y la garganta se me cerraban. Volví a sentirme mal. Las piernas que se me aflojaban, esferas de colores bailaban ante mis ojos y el sudor frío me recorría la nuca. Me senté sobre un muro de cemento. Detrás de mí otro árbol inmenso. Tomé un trago de agua y comí el plátano.

El calor, aún bajo la densa sombra, era intenso. Nadie sabía que yo estaba allí. Me había escapado y roto la promesa que había hecho al paramédico y a mis colegas, cuyas caras seguían se me presentaban borrosas.

El templo estaba abierto. No me gustó la idea de descalzarme. No llevaba medias. Pero debía hacerlo si quería entrar. La idea de pisar suelo sagrado descalzo me inquietó. Desasosiego creo que expresa mejor lo que sentía.
Recorrí varios salones, dispuestos en dos plantas. Algunos con imágenes, altares, otros con vitrinas y objetos varios.

Me detuve un largo rato en el salón frente una estatua de Buda meditando, de gran tamaño y de intensos colores. Pero ni las imágenes, las pinturas ni decoración lograban movilizarme. Un cartel pedía no dar la espalda a las estatuas, aunque casi todos lo incumplían para tomarse fotos.

Acumulo miles de fotos en mi teléfono, que rara vez vuelvo a ver. Sólo unas pocas con algún significado para mí. Al Buda le sucederá lo mismo. Verá pasar millares de personas; verá millares de espaldas, que seguirán camino para nunca más volver, pensé.

Fui hasta un patio interior y me senté a descansar en una escalinata, como muchas otras personas dispuestas en posición de oración. Una inmensa higuera nos cubría con su sombra. Un cartel en diferentes lenguas explicaba, nuevamente, que se trataba del árbol Bodhi, un hijo de la higuera bajo la cual Buda alcanzó la iluminación. Me quedé a su sombra un largo rato.

La explanada fuera del templo estaba cubierta de cientos de calzados. Calzados sin dueño. ¿Cuánto han recorrido mis zapatillas como si hubieran caminado solas, como si yo no estuviera allí, dentro de ellas? Por un segundo se me cruzó la peregrina idea de ponerme otros zapatos en lugar de mis zapatillas. La idea me pareció horrorosa y despreciable. Rápidamente busqué mis zapatillas y seguí camino. En realidad, no tenía claro hacia donde ir.

Busqué en el mapa del hotel si recomendaba algún otro sitio para visitar. Las gotas de colores que identificaban los templos, los mercados y un hotel del siglo XIX.

No me di cuenta en que momento fue que dejé atrás la avenida. De repente sentí una fuerte opresión. Ya no se sentía la brisa que venía desde el mar. Las calles eran angostas y el paso se hizo más lento. Comerciantes ofreciendo sus productos que se mostraban dentro como fuera de los pequeños locales, personas con bultos sobre los hombros, sobre sus cabezas o en zorras. El calor se hizo más intenso, el aire más denso. Temía volver a desvanecerme. Compré una botella de agua fría. Me refresqué el cuello. Fue una buena idea.

Un templo que se elevaba, con forma pirámide angosta, truncada y de tono azul, me distrajo de los temores.

Busqué las doscientas rupias, valor del ingreso para extranjeros. Me descalcé otra vez. No me afectó tanto como antes. Ya casi adentro sentí un tirón en la bocamanga. Miré hacia abajo y vi a un hombre recostado en el suelo. Vestía una túnica desgastada, de color azul grisáceo. Su piel oscura contrastaba con lo blanco de su barba y con el color claro de las palmas de sus manos y las plantas de sus pies. No lo había visto al pasar junto a él. Me incomodó. Sus ojos estaban velados completamente. Dejé cien rupias en el cuenco que estaba a sus pies y seguí adelante. El gran salón estaba en penumbras. Los altares y las imágenes estaban iluminados y resaltaban sus colores. Velas, perfumes, plegarias a media voz. Una pareja atraía hacia sí el humo perfumado que emanaba de un caldero. Dudé. De mí, de lo que veía, de lo que percibía. ¿Eran ellos los imaginados por mí o era yo el imaginado por ellos?

Salí a la calle. Necesitaba aire fresco. Tampoco estaba allí. Las calles seguían tan estrechas, atestadas de gente, en sombras y con ese calor húmedo insoportable. Caminé sin saber hacia dónde. Volví a sentir el tirón en la bocamanga del pantalón. Miré hacia abajo, atrás, a mis costados, pero esta vez no había nadie. La cara del hombre ciego apareció en mi mente. Se reía.

Sin darme cuenta llegué a un galpón de techo altísimo. Un inmenso mercado. Colores, formas, aromas, voces que se superponían ofrecían vegetales, especias, frutas y productos que no sería capaz de clasificar. Quedé atrapado en una marea humana que se movía lenta entre los puestos. Quise apurar el paso, atravesar rápido el mercado, pero no podía.

Al fin llegué a la salida. Estaba cansado. Tenía la garganta seca pero ya no tenía agua y no quería perder tiempo tratando de comprar otra botella. Caminé hasta la avenida que llevaba al hotel. La tarde estaba avanzada pero el sol aun brillaba alto. Crucé la avenida hacia la vereda de la playa. Allí había otro mercado, con juegos infantiles, puestos de comidas y bebidas. Las parejas paseaban, los niños corrían de un lado a otro.

Subí sobre el muro. Abajo, el mar golpeaba contra las rocas. De repente, todo había cobrado sentido. El sol me daba en la cara, el mar encandilaba con sus destellos.

Desde la playa, un hombre de camisa blanca y bermudas, se abrió camino en un grupo de personas y me llamó. Miré hacia los costados, pero no había nadie. Dudé, pero ante su insistencia me acerqué hacia él. Me señaló una escalera que bajaba a la playa. Entendí que me invitaba a algo. No sabía a qué, pero seguí sus instrucciones.

A mí a los demás nos pidió que formáramos un círculo. Éramos unas veinte personas, entre mujeres, hombres, niñas, niños y jóvenes. Nos habló de un proyecto de conservación, mientras sus ayudantes acercaban unos contenedores de plástico con agua y pequeñas tortugas.

Nos invitó a tomar una a cada uno y acercarlas hasta el mar. Tomé una con mis manos. Era blanda. La percibí frágil. Su caparazón era viscoso. Sus patas se movían lentamente en la palma de mi mano. La deposité sobre la arena, cerca del agua. Debíamos acompañarlas con la mirada para cuidar que no desviaran su rumbo. Avanzaron lentamente. Se movían con soltura. Cuando la pequeña tortuga que había tomado a mi cuidado traspasó las primeras olas, la perdí de vista. Me alegró saber que estaba a salvo.