No conocemos el día ni la hora

Lo se, lo se. Nadie aparecerá por allí persiguiéndome. Pero no puedo dejar de mirar por el espejo retrovisor.
Nadie a la vista, ni auto, moto, bus. Ni siquiera un paisano a caballo. Nada al frente ni detrás de mi. Hace mucho calor. Treinta y dos grados; 1:25 pm. Luces color cobalto en el tablero. Así las describió el vendedor de la concesionaria. “No cansan y se ven nítidas tanto de día como de noche”. La ruta se esfuma en el horizonte. La veo deshilacharse. Como cuando éramos chicos e íbamos de vacaciones a Mar de Ajó. Esa imagen que hasta algún momento me resultaba maravillosa, un día cobró un significado que por un tiempo me espantó. Sí Señorita Mabel, a usted también la recuerdo. Recuerdo el domingo en que en la clase de catequesis nos dijo que los caminos anchos nos llevan al infierno. Solo los caminos estrechos conducen al cielo, repetía. Desde ese día, el camino que lleva al infierno tomó para mí la forma de la ruta a mediodía. Y allí, debajo de ese vapor, desde donde se eleva, imaginaba una gran olla hirviendo en la que caían los malos mientras un viejo barbudo de túnica blanca revolvía con una gran cuchara formando un remolino. Así pensaba a veces que terminaban los malos. Los malos y los distraídos.
Ya me preocupa; se está instalando casi como un tic. Vuelvo a mirar hacia atrás, solo para confirmar que nadie me sigue. Pero no puedo distraerme; debo estar alerta. Me equivoqué una vez; no puede pasarme de nuevo.
Debí haber cargado nafta en la última estación que pasé. Por avanzar rápido, no lo pensé. Ya no volverá a suceder. De ahora en adelante Cargaré nafta en cada estación por la que pase. Sólo espero llegar a la próxima.
¡Para que me metí con ese tipo! No estaría en esta situación ahora. Si dudé, ¿por qué no hice caso a eso que sentía? No tenés opción, me dije en aquel momento. Me acuerdo bien. Fue en ese bar de Mataderos, mientras lo esperaba. Pero que podía hacer; de donde iba a sacar esa guita.
El GPS indica que faltan 30 Kilómetros hasta la próxima estación de servicio. Pero hace tiempo que no actualizo los mapas. ¿Y si cerró?
¡Si ya no podía con la oficina! Tapado de deudas, el divorcio, levantar la hipoteca. No iba a poder salir de todo eso encerrado diez horas, frente a una pantalla, con los auriculares puestos y vendiendo planes y respondiendo consultas que no le solucionaban la vida a nadie. Ni siquiera a mí. Lo recuerdo muy bien. Fue esa tarde que dije “tenés que hacer algo, para salir de esto”. ¡Que boludo! Salí de la oficina y me metí en otra peor.
Los girasoles parecen una multitud viéndome pasar por la ruta. Miro por el espejo retrovisor otra vez. Y sigue soja, barbecho y otra vez girasol.
Debí haber hecho arreglar la radio. La aguja se acerca al tanque de reserva.
¿Cuánto tendrá de largo esta recta? Desde esta lomada parece interminable. Todo parece interminable. Una interminable sucesión de espacios alambrados, un interminable tablero de ajedrez.
No logro ver hacia atrás ahora que pasé la loma. Pero si decidieron manda alguien a buscarme, sabrán mi recorrido. Me habrán estudiado antes. ¡El celular! No tengo señal, solo emergencias. Al menos podré llamar al 911.
Mejor apago el aire acondicionado y bajo la velocidad. Así ahorraré nafta. La brisa que entra es medio tibia, pero me despeja. Veinticinco kilómetros mas. ¿Será tan así como dicen, que la vida en el campo es más relajada? No lo creo. No creo que sea todo un cuentito, las golondrinas revoloteando sobre el cable de alta tensión, las cotorras saliendo del monte de eucaliptus, el viento ondulando la superficie del charco en la banquina, las garzas levantando vuelo.
Cargo nafta, voy al baño, estiro las piernas, compro un café y algo para comer y sigo.
¡Al fin veo movimiento humano! Camino al matadero, ¡que frase! No logro distinguir. Logro ver el camión jaula. Vuelvo a mirar por el espejo retrovisor. Nadie. Solo las vacas, lejanas y diminutas, subiendo por la rampa al camión. Y en un segundo, desaparecieron.
Espero llegar antes de que sea de noche. Si me alcanzan acá, les resultará muy fácil hacerlo pasar por accidente. En esta inmensidad y solo, estaré perdido.
Es como si oyera a la Señorita Mabel: “No sabemos cuando sucederá, ni conocemos el día ni la hora”.
Ni sé para qué pongo la luz avisando que salgo de la ruta. La playa de estacionamiento está tan desierta como la ruta. Ya sabrán el color del auto, la patente. Hasta del bollo en la puerta tendrán el dato. Mejor estaciono atrás. Si lo dejo aquí, quedo muy expuesto. Se ve desde la ruta. En el área de descanso, bajo los árboles me parece más seguro.
El reflejo del sol sobre el cemento encandila. Y este perro echado junto a la puerta, ni se molestó en mirarme. No puedo distinguir nada. No logro que se adapte mi vista a la penumbra dentro del minimercado.
Y este tipo está como el perro, ni bola. Ni siquiera el ruido que hice al apoyar la botella de agua y las galletitas sobre el mostrador y el carraspeo con el que intenté anunciar que estaba allí, hicieron que dejara de limpiar la máquina de café y al menos se diera vuelta a ver quien era.
- Buenas tardes. Necesitaba cargar nafta, pero no hay nadie afuera que atienda. Además, llevo estas cosas.
Suena una música suave, que no logro reconocer. La conozco, pero no soy capaz de darme cuenta qué tema es.
Cuento hasta sesenta y vuelvo a insistirle. Y ¿cómo llegué hasta acá; qué hago acá? Justificaciones me sobran, pero respuesta ninguna. Porque no la hay. O ya no me importa. Porque estoy aquí y no puedo volver las cosas atrás.
Estoy aquí. Le dejaría todo en el mostrador y me iría ya mismo. Respiro. Sigue sonando la música y sigo acá como si no estuviera. El tipo corpulento sigue como si nada más que su cafetera existiera.
Vuelvo a carraspear. No hay respuesta.
Sonaron los tubos de bronce del llamador de ángeles. ¡Alguien entró! No sé si correr o esconderme tras una góndola y ver si puedo escapar.
- Acá, cada uno carga su tanque solo, dijo el hombre con voz grave y sin mirarme. Después viene y paga.