We all live in a yellow submarine

Demoro antes de dar cada paso. No se si es una decisión consciente, intentando encontrar algo que perdure, o preparándome para la pena y la nostalgia ante el vacío hacia el que tal vez me encamino. Subo, escalón a escalón. Inspiro y espiro imágenes de mi pasado, de muchos pasados. ¿Cuántas veces habré subido esa escalera? Ni por aproximación podría estimar ese número.
Mi hermano va delante y yo lo sigo a la carrera. Otra vez es él quien me sigue. Una vez con la pelota de cuero. A alguna de las imágenes hasta podría ponerle fecha. Subimos con la lupa con la que quemaremos hojas secas, y es tal vez algún día de abril del ́73, o con un montón de papeles viejos de papá para hacer aviones y tirarlos desde el balcón, en un día de julio del ́75. Subo otro escalón; el reflejo del sol comienza a asomarse y siento la tibieza sobre mi cuerpo. Subimos a mojarnos con la manguera, esta vez en un día de enero.
Ahora subo solo y acompañado a la vez. Los recuerdos me asisten, me dan fuerza para subir. Solo una idea me mueve. Tampoco creo que sea una idea; no es en ese plano. ¿Una intuición, un deseo, una sospecha? No lo sé.
Hace calor y estoy agitado. El perfume a malvón y jazmín llegan hasta aquí. Me detengo a mitad de escalera y cierro los ojos una vez más. Reconstruyo para mí las imágenes que guardo desde aquella época. Tal vez ninguna de ellas, la de aquella época, la que conservo o la que me espera, coincidan entre sí. La terraza estaba rodeada de macetones viejos y pesados de cemento con esqueleto de hierro. ¿Seguirán estando? El que estaba a la derecha, junto al barral que da a la calle ya le faltaba una pata en mi recuerdo, y había sido reemplazada por dos ladrillos, sobre los que apoyaba el hierro oxidado del muñón doblado.
También había aloe, azaleas, una con espinas y unos frutos rojos pequeños y hasta un árbol de quinotos en un gran tacho.
Hace más de treinta y cinco años que no subo a esa terraza. Nos habíamos mudado a esa casa en el sesenta y ocho y yo viví hasta el 83. Después volví muchas veces, aunque no volví a subir hasta hoy.
Tampoco sé porque me ofrecí yo para venir a vaciar la casa cuando lo discutimos con mis hermanos. Menos aún sé porque ni siquiera entré y decidí ir directo a esta escalera. O sí, un poco. El corredor, desde la calle hasta el departamento número Cinco estaba mas oscuro y mas húmedo de lo que recordaba. La misma luz débil filtraba por las claraboyas en el techo, salpicando las sombras con unos halos de luz. Recortes luminosos en medio de la oscuridad, gracias a los que puedo ver detalles. Las baldosas gastadas, alternando amarillo viejo y negro, las paredes traspiradas, el eco de las pisadas. Hasta el aroma a tuco de los domingos por la mañana parecía permanecer flotando en ese pasillo largo y desierto.
Debí dar un golpe con el hombro para lograr abrir la puerta. La madera parecía hinchada. Crujió y dejo temblando a la otra hoja de la puerta. El patio estaba sucio. Hojas secas, pelusa, algunos folletos con publicidad. Hacia ya casi cinco años desde que mamá fue al geriátrico. No fue, la llevamos. Creo que nadie mas volvió a entrar a esa casa. Luisa, la encargada, guardaba las facturas de los impuestos y nos turnábamos para pasar a retirarlos.
Me detuve en medio del pequeño patio. Al frente la puerta a la sala; a la derecha el baño; a la izquierda la escalera a la terraza.
¿Dije a vaciar la casa? Hay momentos en los que siento que la casa está vacía desde hace mucho tiempo y hoy solo vine a comprobarlo. Como si sacar las cosas fuera solo una excusa.
Llegué al descanso de la escalera. Recuerdo como nos agachábamos en ese lugar para que no nos vieran, junto con mi hermano, en las escapadas nocturnas a la terraza. Lo repito, imaginariamente, buscando algo. No eran esas como las incursiones diurnas entre juegos, exploración de la naturaleza o cacería de insectos. Creo que en esas escapadas había un deseo por entender lo que no se decía, lo oculto, lo desconocido, lo macabro. Nos movíamos entre luces y sombras. Alguna noche oíamos pasar helicópteros iluminando terrazas, yendo hacia el lado del terraplén y la vía que estaba a pocas cuadras.
Ahora sí huelo a estofado; a estofado de domingo y a familia. Hoy no es domingo ni hay familia. Tal vez provenga de alguna casa vecina o sea sólo mi imaginación. Pero no importa. Lo huelo.
¿Cuánta gente habrá circulado por esta casa, por esta escalera, hoy solo cubierta de tierra y polvo? Choco las manos para sacudirme el polvo que se adhirió al tomarme de la defensa de la escalera. El eco de la palmada resuena en el cajón que forma la escalera de cemento. Es lo único que se oye. Todo parece deshabitado. No solo la casa, todo el PH, la manzana, el barrio. Parece que no quedara nada en pie. Que todo hubiera desaparecido. Me asomo desde el descanso hacia el patio. Es un 24 de diciembre del 79, o de cualquier otro año. Veo las dos hojas abiertas de la puerta de la sala que da hacia el patio y una mesa larga. Se oyen risas, ruido de cubiertos, a vasos que se chocan. Suena el bandoneón del tío José y las palmas y el canto de todos. Suena Por una cabeza y a continuación Sensa Mama e sensa amore.
Queda el último tramo hacia la terraza. ¿Qué vengo a buscar? ¿Qué vengo a dejar, o a ver, a comprobar?
Siempre fue una casa sencilla. El comedor era pequeño, con la máquina de coser, la estufa a querosene Bram Metal, la mesa y unas sillas. El televisor en su caja de madera está allí y vemos la película Submarino amarillo, en blanco y negro. La cocina mínima. El comedor, la habitación pequeña, sin ventanas, y el baño en el patio; eso era todo. Pero la terraza era nuestro lugar. Llegué. Las paredes bajas y el barral de defensa. El piso de ladrillos. El pequeño galpón de guardar cosas. Y persisten las macetas todo alrededor, tal como las recuerdo, florecidas.
Cierro los ojos. Estamos con mi hermano agachados mientras los reflectores de los helicópteros iluminan los techos. Oímos una ráfaga de disparos y bajamos corriendo, casi atropellándonos. Me espanto y se acelera mi corazón.
Abro los ojos. Sobre el techo del galpón veo el caño de fibrocemento que quedó de alguna reforma de aquella época.
Las mismas golondrinas, las que cada primavera anidaban en ese caño, están aquí otra vez.